Lunes de algún día de agosto. La sombra de un árbol protege a mi cuerpo en musculosa de un intenso sol de invierno. A escasísimas cuadras del centro, la quietud me deja sin palabras para describir la sensación de su vivencia. La brisa es tenue, el calor imperceptible y el frío es nulo. El colchón de pasto oscila entre el verde y el marrón seco de ramitas muertas. En ese ambiente me siento flotar. Casi como si no existiera.

Hacia adelante, campo. Ondulaciones del terreno me dejan ver el paisaje en dos planos: a unos 50 metros, una hilera de árboles secos cuyas copas imitan a los dibujitos de los cristales de nieve y ramas muy finas que se pierden en el cielo celeste despejado en degradé hacia un gris tenue.

Más atrás, el horizonte interrumpido por árboles frondosos más chicos que mi dedo meñique y formas que se pierden en la bruma.

Hacia acá, alguna cerca, un jazmín, un par de palmeras y un mate gigante.

Todo está ahí, inmóvil y casi eterno, inmaculado. Es el estar ahí del instante, de la invariabilidad.

Pero óvalos anatómicamente voladores atraviesan el cielo y hacen que cada instante, cada imagen del paisaje se convierta en única. El sonido múltiple de sus charlas extrae el instante de la vacuidad monótona y me hacen creer que entonces esto tiene un sentido.

Sus constantes silbidos, chirridos y sonidos presumen ante mí la real naturaleza de las cosas. Hablan todos a la vez, me inundan con su ruido placentero. Juegan conmigo, vuelan a mi alrededor y me dejan vivir su instante, que se convierte en mi presente, presente instantáneo que conservará para siempre el tesoro de la duda de si esto puede llamarse paraíso.

A mi querida Geme Gab. Gracias por existir, amiga!